Tenía guardado este artículo que es una obra de arte de Benedetti hablando de política y fútbol, aprovechando el fin de la liga Española y el comienzo de la campaña electoral lo publico, aunque es un poco extenso.
“Con un inesperado vaivén, el puntero elude al defensa
e inicia una corrida hacia el centro, el entreala aprovecha la distracción y
acompaña la carga desde la punta; otro defensa vacila y al final decide vigilar
al entre ala; entonces el puntero amaga un pase, alerta de ese modo los
reflejos condicionados de dos o tres contrarios, se hamaca otra vez, e imprevistamente
lanza la pelota a un ángulo; pero el golero curado de espanto, avispado como un
radar, alcanza a pellizcar aquella envenenadísima intención y la saca al
corner. En las tribunas a medida que la jugada progresa, la gente se va
incorporando, poniéndose tensa, para estallar finalmente en un alarido
estremecedor.
¿Cuál es el secreto impulso de esa reacción colectiva?
¿Se trata únicamente de un salvaje estallido o hay también una extraña asunción
de la posible belleza, del innegable interés humano, incluidos en ese juego de
escamoteo y fortaleza, de agilidad e inventiva, de elusiones casi intelectuales
y trancadas demasiado corpóreas? Tal vez haya de todo un poco. Por
algo el fútbol ha interesado a todas las capas sociales, y es quizás el único
nivel de nuestra vida ciudadana en que el acaudalado vicepresidente de
directorio no tiene a mal hermanarse en el alarido con el paria social.
Algún día habrá que estudiar la estrecha
relación existente entre la institucionalidad del fútbol como deporte nacional
y su contemporaneidad con el apogeo de nuestra democracia liberal Por
algo ambos deportes (fútbol y democracia) han decaído simultáneamente, no sólo
en cuanto se refiere a la habilidad de sus cultores, sino también en el
entusiasmo público. Cada vez hay menos jugadas geniales en el Estadio;
cada vez hay más trancadas desleales en la política. Es descreimiento
popular afecta hoy a ambos órdenes, y si el público sigue concurriendo a la
Olímpica y al cuarto secreto, es más por un hábito que por convicción expresa.
Hace mucho que el deporte tiene entre nosotros,
el significado de una anestesia colectiva. Tal vez no haya habido
premeditación, pero lo cierto es que a los poderosos este frenesí popular, este
barbitúrico social, les vino al pelo. El fervor de sábados y domingos es
estupendo por varias razones, entre otras porque sirve para olvidar las
incumplidas promesas de los jerarcas, la injusticia y las componendas del resto
de la semana. Sirve también para canalizar la violencia (desde el punto
de vista de la empresa privada y otros religiones del Mundo Libre, siempre es
preferible que la gente se la agarre con el árbitro y no con el oligarca o el
latifundista) y canalizarla de modo tal, que no vaya a conmover las estructuras
ni a amenazar los dividendos. Para decirlo en términos futboleros:
una violencia que tiene permiso para rozar el travesaño pero que
obligatoriamente debe salir desviada.
Por otra parte, el fútbol se inscribe cómodamente en
el mentiroso símbolo de nuestras gloriosas igualdades. Allí no hay
privilegiados: todos (el senador, el industrial, el empleado, el obrero, el
menor inadaptado) posan democráticamente sus respectivas regiones glúteas sobre
el duro cemento igualador. Todos gritan el gol, todos denuncian el orsai,
todos agravian al juez. Cuando suena la pitada final, el entusiasmo forma
coros, bate parches, sube al cielo. Nadie percibe que, a partir de
aquella pitada, las distancias sociales han sido restablecidas. Eufórico,
enronquecido y amnésico, el obrero vuelve a su casa colgado del 143; también el
senador vuelve a su confort carrasqueño, pero lo hace en el impresionante
colachata, cuya privilegiada adquisición él mismo se votó. Después de
aquella inofensiva, brevísima igualdad de 105 minutos, todo vuelve a la normal,
consagrada injusticia.
Pero el pueblo queda exhausto, desahogado, vacío.
Su voz, enronquecida por los goles, los penales errados, las expulsiones
injustas, ya no está para reclamar reformas agrarias, cambios de estructura,
justicia social. La cuota de agresividad se le agotó en sus diatribas a
los jueces linesmen, y es muy poca la que le queda para renegar de quienes
realmente lo explotan, lo engañan, lo estafan, en rubros por cierto más graves
que un penal no cobrado. Su capacidad de denunciar se gastó en los
controvertidos orsais y ya no le queda ánimo para marcar a los responsables de
menos inocentes infracciones. El político con su extraña y sórdida
lucidez que da la demagogia, ve claramente el sentido usufructuable de esas
fatigas y las remata convirtiéndose él mismo en dirigente deportivo.
Hay quien dice que ahora va poca gente al fútbol.
¿Será buena o mala señal? Parece que ya no alcanzan el incentivo de
la tarde de sol, el interés de los puntos en pugna, el presumible brillo de las
“vedettes”, el amenazado título de invicto. Todavía es prematuro extraer
conclusiones. El deporte, como tal, es el gran inocente de esta historia.
Sería realmente saludable que el pueblo practicara y presenciara el
fútbol como distensión, como higiene física y mental, como entretenimiento.
No es en cambio tan saludable que lo practique o lo presencie como
principal razón de su vida, como el sólo orgullo nacional, como única válvula
de escape, sucedánea de más plausibles tomas de conciencia. El cándido,
inocente fútbol no tiene la culpa de que los líderes nacionales lo haya
promovido más y mejor que al subversivo Reglamento Provisorio de 1815. De
todos modos, no es muy estimulante pensar que la misma gente que hoy asume la
más violenta defensa de Peñarol o de Nacional no sea sin embargo capaz de
indignarse cuando nuestros prohombres fabrican sus privilegios, o cuando el Tío
Sam inspira las aquiescencias de nuestros consejeros y agravia nuestra economía
con medidas de estilo colonial. Es posible que muchos (el fútbol tiene su
buena red de intereses creados) consideren que hablar en estos términos
configura un sacrilegio de esa cultura física. Pero en realidad nuestra
intención es más modesta. En un momento en que la crisis golpea cada vez
más fuerte, la desocupación extiende su vigencia, la corrupción invade nuevas
zonas y el gobierno parece cada vez más incapaz y atomizado; en este instante
de desgraciado y confuso que vive el país, el pueblo debe prestar a cada tema
la atención que se merece, la importancia que realmente tiene. Dentro de
ese panorama, el fútbol no parece ser el tema más urgente.
(Publicado en el diario Época, 20 de octubre de 1964)